Diario pinchado, de Mercedes Halfon (Las afueras) | por Óscar Brox
A veces me pregunto si los viajes, si cualquier viaje, sale como uno espera. Hace un par de años estuve en Berlín, ya no sé muy bien por qué motivo. El hotel era un cubículo funcional ideado por la misma compañía que gestiona EasyJet, la calle estaba plagada de restaurantes exóticos y (eso sí lo recuerdo) lo primero que compré nada más bajar del avión fue un bono para visitar museos. Todo esto viene a cuento de algunas de las cosas que escribe Mercedes Halfon en Diario pinchado, ya sea esa especie de shock estético con los cuadros de Caspar David Friedrich (yo ahí añadiría estar a un palmo de distancia de un Rodin), las tribulaciones berlinesas con el teatro de Bertolt Brecht, el Currywurst (en Friedrichstrasse, por ejemplo) o ese permanente silencio incluso cuando todo indica que debería haber un poco de bullicio. Siempre hay alguien jugando al ping-pong en un parque y en cualquier momento te topas con un cartel que explica la historia, generalmente marcada por la IIGM, de tal o cual edificio. Lo que quiero decir, y lo que me gusta de la escritura de Halfon, es que hay algo en su manera de observar que convierte esos paseos por la ciudad, ese sentimiento de no saber dónde se encuentra, en una forma de escritura. En un esfuerzo por definir, o por dotar de contenido, a la figura del turista. Del extranjero. Del que está de paso.
Halfon se maneja con soltura en este tipo de texto fragmentario, a caballo entre la anotación y el ensayo (o la autoficción), como ya hiciera en El trabajo de los ojos. En lo fragmentario, uno atisba ese poso de melancolía, o de incertidumbre, que le aporta una tonalidad moral hasta al detalle más insignificante. No en vano, Diario pinchado describe el viaje a Alemania de la autora (o de la narradora de este diario) para visitar al novio que está disfrutando de una beca. Halfon disemina no pocos indicadores del estado de la relación en las páginas; a veces, con la suficiente comicidad (ese colchón permanentemente desinflado, incapaz de mantener a la pareja sin perder todo el aire) como para proporcionar algo de ligereza. Otras, cuando describe el ambiente intelectual algo tóxico y masculino, con el colmillo necesario para poner el dedo en la llaga de una situación criticable. En cualquier caso, todo lo que envuelve a esa parte de la historia queda, en manos de Halfon, en un segundo plano. Su Diario captura otras impresiones, sensaciones, la obligación de llenar unos días vacíos, de darles sentido, de curiosear y vagabundear en un entorno desconocido, porque el primer objetivo de la estancia se ha ido desmoronando.
Es este un libro doblemente vindicativo. En una historia plagada de escritores o artistas, en la que el novio está trabajando en su escritura, paradójicamente es la de la autora la que vemos emerger como quien no quiere la cosa. Ligera. Natural. Construida a través de esos fragmentos en apariencia insignificantes que, una vez reunidos, configuran una toma de posición, una visión del mundo. Halfon habla de Walter Benjamin y de Brecht, del Spree y del Muro que en algún momento dividió Berlín en dos lados. Habla de una ciudad absorbida por su cultura, por su monumentalidad, que sin embargo se abre en sus pequeños detalles a la mirada de una turista perdida. De alguien que no sabe qué va a encontrar y que, precisamente por eso, sabe cómo hacer de cada hallazgo algo relevante. O de cada persona con la que se cruza un barómetro para calibrar sus emociones. Pienso en el personaje de Franziska, con su coqueteo y esa facilidad para abrir camino en dirección a otro mundo. Y pienso, también, que es una bonita metáfora para explicar lo que significa escribir para Halfon, por oposición a ese otro tipo de escritura, absorbida en sus tribulaciones y elevada en su intelectualismo, que lejos de observar todo lo que sucede a su alrededor prefiere elegir el ensimismamiento. Las cuitas con el papel en blanco o con el trabajo de los demás frente a ese genuino afán de transparencia ante cualquier cosa con la que te encuentres por la calle.
Dicho así, Diario pinchado podría ser el dietario de un fracaso, de un amor fallido (el de la autora con su pareja; el de Franziska con su antigua amiga; el del turista con una ciudad culturalmente avanzada) y de un amor descubierto. Porque Halfon sabe cómo narrar, cuándo detenerse, cómo decir y cómo pensar, señalar lo que se siente y descargar de moralina eso que se siente. Subrayar lo justo, dejando lugar en la página, en la entrada del diario, a todo aquello que nos hace abrir los ojos de par en par. Por eso uno acaba el libro pensando que la beca, en realidad, se la dieron a su autora y que esta novela que es ensayo que es, a ratos, un pequeño poema en prosa sobre la necesidad de amor (a la escritura, sobre todo) describe a la perfección ese cosquilleo ante lo desconocido. Y, por tanto, la necesidad de encontrar palabras para definirlo, para capturarlo e integrarlo dentro de nuestra experiencia. Dejando constancia de una mirada, de una escritura, de una huella o una hondura emocional, que me atrevo a decir es la única manera posible de hablar de la ciudad en la que has estado.